Galileo conoció en 1609 un invento holandés consistente en un tubo en
cuyos extremos se habían colocado sendas piezas de cristal curvado, con
el resultado de que al mirar a través de él se agrandaban el tamaño de los
objetos lejanos. El utensilio, usado hasta entonces con fines militares por
su indudable utilidad en el campo de batalla, le sugirió la idea de construir
él mismo un par de instrumentos similares para dedicarlos al estudio del
firmamento. Así nacieron con el nombre de occhiali los primeros telescopios,
con los que llegó a alcanzar hasta 20 aumentos.
Hay quien sostiene que Galileo no emprendió la construcción de los
occhiali con una motivación exclusivamente científica, sino para lograr
beneficios materiales y su propia promoción personal. Las demostraciones
que hiciera de las posibilidades de su invento en la República de Venecia
parece que tuvieron mucho que ver con su nombramiento de por vida y
con doble salario como titular en la cátedra de Padua, sede de la universidad
veneciana, donde enseñaba geometría y astronomía a los estudiantes de
medicina.
Y es que, por aquel entonces, los médicos recurrían a la astrología cuando
su sapiencia como galenos se agotaba, por lo que necesitaban conocer los
rudimentos de la astronomía, para cuyo conocimiento, a su vez, eran
precisos siquiera unos rudimentos de geometría.
De las primeras observaciones con sus telescopios dio cuenta en el libro
Mensaje desde las estrellas (Venecia, 1610), en el que describía sus
descubrimientos, como las montañas de la Luna o las "estrellas de Médicis",
nombre con el que bautizó intencionadamente a los satélites de Júpiter,
lo que le valió ser nombrado para el puesto de Matemático y Filósofo
-es decir, Físico- del Gran Duque de la Toscana, Cósimo II. A partir de ese
momento, continuará sus estudios con mayor tranquilidad en Florencia,
en una etapa que fue probablemente el apogeo de su carrera.
El telescopio de Galileo tenía una lente objetivo convexa y una ocular
cóncava, con lo que producía imágenes no invertidas y virtuales.
Posteriormente Kepler, que en su obra Paralipomena ad Vitellionem ya
había desarrollado los fundamentos teóricos de la refracción, proyectó
telescopios con una lente ocular también convexa, que, si bien producen
imágenes invertidas, son más adecuados para usos astronómicos.
Las consecuencias de orientar aquellos artefactos hacia el cielo fueron
inmediatas. El universo se agrandaba, aparecían nuevos cuerpos celestes
y se apreciaban detalles hasta ese momento ocultos a simple vista.
La aplicación de aquel instrumento a la observación del universo es uno
de los momentos más preclaros de los beneficios que a la investigación
científica le aporta la aplicación de la innovación tecnológica.
En 1668 Newton construyó su propio telescopio, un aparato muy mejorado en
comparación con sus antecesores, pues su óptica se benefició de los profundos
conocimientos del genio de Cambridge respecto a la propagación de la luz. Se
trataba del primer telescopio reflector, en el que la luz es reflejada por un espejo
y no por los cristales, como en los telescopios refractores. Con esta innovación
consiguió la desaparición de las aberraciones ópticas tan comunes en los largos
tubos de lentes utilizados hasta entonces.
En el telescopio de Newton, un espejo cóncavo recoge la luz, la refleja a un
segundo espejo plano situado en un ángulo de 45 grados, que a su vez la envía
fuera del tubo, donde se coloca el ocular para hacer la observación. El diseño
del telescopio newtoniano, nombre con el que sería conocido, fue utilizado
durante los dos siglos siguientes, pues unía a su calidad la ventaja añadida de
que tallar grandes espejos cóncavos era relativamente fácil.
William Herschel, el descubridor de Urano, repartía su tiempo entre las
observaciones astronómicas y su actividad de constructor de telescopios, en la
que alcanzó una gran reputación, por lo que eran numerosos los encargos que
recibía para construir reflectores, sobre todo de astrónomos profesionales.
La innovación más destacada que introdujo Herschel en sus telescopios fue la
incorporación de una montura estable y precisa que mejoró notablemente su
exactitud, precisión y seguridad sobre los modelos precedentes. Personalmente,
Herschel utilizó para sus observaciones astronómicas el segundo mayor telescopio
de los que fabricó; estaba construido en una aleación de cobre y estaño, tenía
un espejo principal de casi medio metro de diámetro y un tubo de seis metros
de longitud; de su rendimiento no cabe alimentar ninguna duda, puesto que
Urano fue el primer planeta descubierto por un telescopio.
Ese mismo telescopio fue el que utilizó su hijo John para observar el cielo
austral desde Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, circunstancia que le convierte en
el único telescopio de la historia que ha observado, desde la superficie terráquea,
la esfera celeste completa y por parte del mismo astrónomo.
Entre 1842 y 1845 William Parsons construyó el mayor telescopio fabricado
hasta ese momento, con un espejo metálico de 1,8 metros de diámetro y un
peso de 4 toneladas, y cuyas medidas no fueron superadas hasta principios del
siglo **.
Se había alcanzado el nivel técnico que permitía superar el tamaño de
telescopios de un metro de diámetro utilizando espejos. Sin embargo, los
espejos, compuestos de una aleación de cobre y estaño, se deslustraban
rápidamente. Los progresos de la química vinieron a resolver el problema
a mediados del siglo XIX. El método consistía en depositar una fina capa
de plata metálica sobre la superficie pulida de un disco de vidrio, con lo
que se conseguía un espejo de mayor capacidad de reflexión que los
metálicos. Además, eran más baratos y más fáciles de tallar y permitían
tamaños mayores que los de metal. Uno de los primeros observatorios en
disponer del nuevo telescopio, instalado en 1895, fue el de Lick, en California,
con un reflector de 91 centímetros.
En 1894, Percival Lowell (1855-1916) comenzó a construir un observatorio
privado en Arizona dotado de los telescopios más avanzados de su tiempo.
Lowell estaba convencido de la existencia de seres inteligentes en Marte,
pues achacaba las líneas que cruzaban el planeta a canales artificiales cuya
construcción demostraba su teoría. Los atractivos dibujos de Lowell,
difundidos para apoyar sus tesis, despertaron un enorme interés en la
sociedad norteamericana, hasta tal punto que durante muchos años
permaneció asentada la creencia en la existencia de los marcianos.
En los últimos años del siglo XIX y primeros del ** se construyeron
telescopios de grandes dimensiones que permitieron un significativo avance
en los conocimientos astronómicos. El Observatorio de Paris-Meudon, por
ejemplo, disponía de uno de 83 centímetros de diámetro. El record lo
consigue el instalado en 1897 en el emplazamiento de LaYerkes, cerca de
Chicago, que, con una lente de 101 centímetros, sigue siendo hoy el
telescopio refractor más grande del mundo.
Estas grandes máquinas, con tubos de longitudes de 12, 16 y hasta 18
metros, necesitaban unas sustentaciones sólidas, a las que además se las
dotaba de monturas ecuatoriales que, gracias a que uno de sus ejes estaba
dispuesto paralelamente al eje de rotación de la Tierra, permitían el
seguimiento de los astros durante períodos prolongados. Además, llevaban
incorporados los sistemas de fotografía y de relojería precisos para hacer
largas exposiciones.
A medida que avanza el siglo ** los telescopios ya no se conciben sin
espectroscopios, sin cámaras fotográficas y sin relojes de precisión. También
en este campo se aplican los adelantos tecnológicos en el proceso de hacer
ciencia, cuyos descubrimientos conducirán, a su vez, al desarrollo de nuevos
adelantos tecnológicos, en una simbiosis cíclica que durante toda la historia
ha dado unos fructíferos resultados.
En 1917 entra en servicio el reflector de 2,5 metros del Observatorio de
Monte Wilson, que mejora sensiblemente las capacidades ópticas de su
antecesor en el mismo observatorio, de tan “sólo” 1,5 metros de diámetro,
y que detentará la categoría de mayor telescopio del mundo hasta 1948,
cuando se pone en funcionamiento el gigantesco telescopio de 5 metros
del Observatorio de Monte Palomar, en California.
El telescopio de Monte Palomar no tendría rivales hasta 40 años después,
cuando fue posible construir espejos mayores con una óptica excelente y
que empezaron a estar indisolublemente dotados de sistemas informáticos
que permitían gobernar con extremada precisión todo los complejos
equipamientos de aquellas máquinas gigantes.
Los avances técnicos, sobre todo de la electrónica y la informática,
permitieron la superación de la mayoría de las dificultades con las que
habían luchado históricamente los astrónomos a la hora de enfrentarse a
las limitaciones de los telescopios. Casi cualquier máquina, por cara que
fuera, se podía construir ahora, todo era cuestión de disponer de los fondos
necesarios para llevar adelante los proyectos y de aplicar las últimas
tecnologías.
La capacidad de los telescopios para capturar la luz ha progresado de
manera espectacular en las últimas décadas. Con la llegada de los detectores
electrónicos del tipo CCD (Charge Couple Device), o dispositivos de carga
acoplada, se consigue atrapar hasta un 70% de la luz, frente a un paupérrimo
2% que se impresionaba en las emulsiones sensibles de placas y películas
fotográficas utilizadas en la astronomía hace sólo unos lustros.
Esta mejora equipara la calidad de las imágenes que se capturan hoy con
un telescopio de 80 centímetros a las que podía detectar en la década de
los 50 el telescopio de 5 metros de Monte Palomar utilizando placas
fotográficas.
Las imágenes digitalizadas tienen además otras ventajas, como conoce ya
cualquier aficionado a la fotografía, y entre ellas su facilidad de procesado
por ordenador, su cómodo archivado y almacenamiento en el equipo
informático, la simplicidad del método con que pueden ser compartidas
a través de los correos electrónicos, o la sencillez y fiabilidad respecto a
la calidad del original con la que se pueden hacer cuantas copias se requiera.
Las mejoras en las técnicas utilizadas para la observación del cielo no se
han resumido al campo de la óptica. Si los avances en esta especialidad
han sido espectaculares, no lo han sido menos, por su positiva contribución
al conocimiento del universo, los “otros” telescopios, como los que captan,
por ejemplo, la emisión infrarroja de los astros.
Complementariamente, a raíz de la primera detección de las ondas de
radio provenientes del espacio, se inauguró una nueva modalidad de
observación del universo, la que tomaría el nombre de radioastronomía,
para cuyo desarrollo, los avances de las tecnologías permitieron la
construcción de unos nuevos utensilios bautizados como radiotelescopios,
cuya aportación ha sido y sigue siendo esencial.
Composición de un modelo 3D del GTC
con detalle del interior. © Gabriel Pérez
(SMM/IAC)
Al margen de la captación casual en 1965 de la radiación cósmica de fondo,
la modalidad de la radioastronomía permitió el descubrimiento de los
cuásares, o casi estrellas, sólo dos años antes. La constatación de que todos
ellos se caracterizan por un elevado desplazamiento al rojo de sus líneas
de emisión les convierten en los objetos más lejanos del universo, a miles
de millones de años luz. La creencia actual es que se trata de los núcleos
activos con agujeros negros supermasivos de galaxias muy distantes.
También debemos a los radiotelescopios el descubrimiento de los pulsares,
o estrellas de neutrones, cuya rápida rotación es el origen de esas pulsaciones
regulares que les confieren su nombre genérico. Su emisión de radio
característica es una serie uniforme de pulsos, separados con gran precisión,
con períodos entre unos pocos milisegundos y varios segundos. Se conocen
más de 300, pero sólo dos, la Pulsar del Cangrejo y la Pulsar de la Vela,
emiten pulsos visibles detectables.
El último paso en el camino del conocimiento astronómico lo constituyen
el entramado de satélites dotados de instrumentos destinados a la
observación de los cielos. Los satélites disponen de una serie de ventajas
en su trabajo, y entre ellas que no están afectados por el filtro que representa
la atmósfera, por lo que pueden captar con una gran nitidez señales en
todos los rangos del espectro invisibles desde la Tierra.
Así, hay satélites de infrarrojo, como el IRAS (1983) y el ISO (1995); de
rayos X, como el Exosat (1983) y el Newton (1999); de rayos gamma, como
el Compton (1991), o de rayos ultravioleta, como el IUE (1978). Un caso
especial lo constituye el Hubble, construido y lanzado en 1990 como fruto
de la colaboración entre las agencias espaciales norteamericana (NASA)
y europea (ESA). El Hubble transporta un telescopio óptico dotado con
un espejo de 2,4 metros de diámetro, todavía hoy en funcionamiento, cuya
capacidad es sólo comparable con la de los telescopios de 10 metros de
diámetro instalados en los observatorios más modernos. Orbita la Tierra
a una distancia de 600 kilómetros y a lo largo de su vida útil ha desempeñado
una tarea esencial.
Regresando a nuestro planeta, en el tramo final del siglo ** la atención
se volvió hacia los emplazamientos, con la mirada puesta en lograr el
mayor rendimiento posible de las observaciones astronómicas. Se impuso
un nuevo concepto consistente en agrupar varios telescopios y sus
correspondientes infraestructuras en los mismos sitios, lo que permitía
abaratar costes y compartir conocimientos.
Los lugares elegidos habrían de cumplir unos requisitos lógicos que
facilitaran las labores de observación y, como consecuencia, los observatorios
se empezaron a localizar en montañas elevadas, lejos de las ciudades
populosas, para evitar la contaminación lumínica, y distanciados de cualquier
instalación fabril, para eludir la contaminación industrial. Además, los
lugares debían disfrutar de atmósferas estables y demostrar series históricas
de baja estadística de nubosidad.
De esta manera, surgieron los parques de telescopios internacionales,
cuyos exponentes más significados son el Observatorio Europeo Austral
(Chile), el Observatorio Europeo del Norte (Islas Canarias) y el
Observatorio de Mauna Kea (Hawai).
En el Observatorio de Mauna Kea, ubicado a 4.200 metros de altitud, en
la cumbre de un volcán extinguido, se encuentra la mayor agrupación de
telescopios gigantes existentes en la actualidad. A Estados Unidos le
pertenecen dos de los telescopios, de 10 metros de diámetro, a Japón uno
de 8,4 metros y a un consorcio de países americanos más Gran Bretaña
y Australia, uno de 8 metros. Estos grandes telescopios están flanqueados
por otros más pequeños, de 3 y 4 metros.
El Observatorio Europeo Austral, ESO en sus siglas inglesas (European
Southern Observatory), está localizado en Chile. Dispone de más de una
docena de telescopios pertenecientes a otros tantos países europeos, con
diámetros desde los 50 centímetros hasta los 3,5 y 3,6 metros. Allí se
construyó hace tan sólo unos años el telescopio más grande y potente del
mundo hasta ese momento, el VLT (Very Large Telescope), que consta de
cuatro instrumentos, cada uno con un espejo de 8,2 metros de diámetro,
capaces de funcionar simultáneamente. Su potencia es tal que una de las
apuestas de sus responsables durante su construcción fue que sería capaz
de ver a un hombre tendido en la Luna.
Además, en los Andes chilenos se encuentran otros importantes
observatorios astronómicos con telescopios de 4, 6 y 8 metros de diámetro,
pertenecientes a diferentes países, sobre todo a Estados Unidos. Los
telescopios emplazados en tierras chilenas tienen una gran importancia
porque sólo existe otro observatorio en Australia, con un telescopio de 4
metros, para vigilar el rico cielo austral. En Sudáfrica pronto estará a pleno
rendimiento un telescopio de más de 9 metros.
El Observatorio Europeo del Norte o ENO en sus siglas inglesas (European
Northern Observatory) está ubicado en las Islas Canarias y compuesto por
los observatorios del Teide, en la isla de Tenerife, y del Roque de los
Muchachos, en la isla de La Palma, ambos dependientes del Instituto de
En el observatorio están instalados en la actualidad
una batería de telescopios y otros instrumentos astronómicos de más de
60 instituciones de 19 países, entre ellos 12 europeos.
Aquí es donde está instalado el GTC, el Gran Telescopio CANARIAS, el
mayor telescopio óptico-infrarrojo del mundo. Se trata de un telescopio
de espejo primario segmentado de 10,4 metros de diámetro y de altas
prestaciones que representa una apuesta sin precedentes de la sociedad
española por la astronomía.
En el telescopio participan, además de España, que lidera el proyecto a
través del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), Estados Unidos por
medio de la Universidad de Florida, y México, país representado por el
Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE) y por el
Instituto de Astronomía de la Universidad Autónoma de México (IAUNAM),
y que cuenta con la financiación del mexicano Consejo Nacional
de Ciencia y Tecnología.